Separación
y pérdida
Por Ricardo Rodulfo
Había una vez… Desde hace mucho tiempo se
constata una fuerte tendencia del psicoanalista –en general– a confundir
separación con pérdida. Una asimilación que no trepida en igualarlas. Y dado
que entre nosotros “pérdida” equivale a duelo, se presupone un duelo
consecutivo a toda separación.
Hace ya unos cuantos años un colega me lo
ilustraba diciéndome, a la par que me mostraba una cajita de fósforos vacía que
se disponía a tirar, “por esto, yo tengo que hacer un duelo, aunque sea
pequeño”. El colega en cuestión atravesó por muy distintas corrientes teóricas,
pero esa concepción se mantuvo, porque es relativamente indiferente a ellas. Me
interesa especialmente comprobar cómo funciona esta asimilación en la vida
cotidiana de la clínica antes que en el plano de los textos: se hablará así de
pérdida y duelo –pero como procesos normales o normalizados, éste es el punto–
con la entrada de un chico a jardín (para él y para su madre), para el pasaje
del primario al secundario, para fenómenos de crecimiento en términos
generales, o bien para referirse al paso del tiempo: un cumpleaños, un año que
finaliza…; también, claro, para separaciones entre personas que mantenían una
relación estrecha. Y siempre como cosa general, no para hacer referencia a
casos particulares o patológicos.
Una paciente que está por terminar su
secundario nos comenta de las ganas con que espera ese momento, sin ninguna
nostalgia por anticipado, su deseo de encarar otra etapa de su vida –casi como
si ésta ahora fuera verdaderamente a comenzar– y también de su irritación
porque sus padres y otras personas –entre ellas, no pocas de su misma edad– le
atribuyen un dolor por la pérdida que estaría negando (un ejemplo, también, de
cierto uso por demás laxo de lo que tendría que ser un concepto, distribuyendo
“negación” a troche y moche). Y no hay caso, hasta dando el beneficio de la
duda, nunca ha logrado sentirlo así. Ni un poquito. En otras palabras:
sencillamente está contenta de terminar; entusiasmada con ello y con lo abierto
indeterminado que se le viene. Cosa que nadie puede aceptar.
Tampoco lo acepta sin esfuerzo un analista
promedio o un psicólogo clínico vagamente marcado por lo psicoanalítico. Se
sentirían perdidos si no asociaran al hecho y a ese pasaje angustia, depresión,
vivencias de pérdida, trabajos necesarios de duelo. Los adolescentes en
particular, muy, y los niños suelen ser las víctimas favoritas de estas
atribuciones a priori impuestas por un saber hegemónico, constantemente se los
sumerge a viva fuerza en duelos de los que nada quieren saber porque no los
sienten en absoluto. Y el psicoanálisis, que empezó sus días guiándose por lo
que el paciente asociaba, hace rato que ya sabe y puede prescindir de ese
trámite.
Pero la lección que nos ofrece el material de
la joven paciente es para aprovechar, pues nos da a pensar hasta qué punto la
no introducción de la alegría en la teorización –en todos los planos que se
quiera, también en la falta de alegría para pensar los analistas, inclinados a
la obediencia– distorsiona las escenas y retratos que se reconstruyen en el
trabajo de todos los días: la ansiedad, la angustia, la culpa, invaden
irrestrictamente todo. De hacerles caso, no entenderíamos como una persona se
ríe, salvo que hagamos de ese acto una defensa contra… lo que ciertamente se
suele escuchar con frecuencia. Dificultad extrema para aceptar y conceptualizar
una articulación entre separación y alegría, la separación muchas veces como
una experiencia de la vivencia de la alegría y la alegría como motor impulsor
de tantos procesos de separación. En el pensamiento de Winnicott, sin llegar a
desplegarlo por completo, este movimiento se insinúa claramente cada vez que el
autor insiste en que regularmente los chicos van a mayor velocidad que sus
padres en lo que concierne a crecimiento y separación, al crecimiento como
separación, implicando separación. Por su parte, Jessica Benjamin establece muy
lúcidamente, al igual que Daniel Stern, que la separación no necesariamente es
el fin de una relación sino el indicador de un cambio en la modalidad de ella,
contribuyendo así a terminar con la confusión. En cambio, no parece que los
seguidores de Lacan hayan aprovechado la manera en que su maestro trabajó el
término en su ponencia de Bonneval y la tratan como si no supieran articularla
al vínculo que dicha separación contribuye a sostener y hacer prosperar… todo
por el lugar común de enseguida precipitarse a los procesos de duelo. Sin duda,
la categoría, de inspiración tan abiertamente metafísica, de objeto perdido, de
hacer resueltamente del objeto un objeto ontológicamente perdido es responsable
de ello, salvo que alguien pudiera ser más sutil y conjugar y compatibilizar la
posibilidad de la alegría de la separación con ese registro de una pérdida no
experimentada en lo empírico como tal. Pero no es el caso o lo es solo en
declaraciones que luego no son acompañadas por políticas de intervención
clínica concretas.
Entonces, a fin de poner remedio a tanta
confusión y no discriminación, es necesario proceder a algunas puntuaciones en
sí bien sencillas, pero que tengan efectos y alcance diferencial.
En los procesos de separación, en principio,
no se pierde nada ni es una pérdida lo que está en juego; más bien, y a menudo,
todo lo contrario, un paso de crecimiento (en un sentido existencial antes que
evolutivista). Suele presidirlos y regularlos un deseo. Por cierto, esto no
implica que no puedan doler y acarrear ansiedades multiformes, pero no está en
juego en ellos una pérdida como tal. Por lo tanto, en principio, no tienen nada
que ver con el duelo y sus trabajos. Regularmente los encontramos ritmados por
estados de ambivalencia afectiva. Un paciente cercano a los treinta años,
profesional, en el que lentamente se ha ido incubando, no sin la ayuda de su
análisis, un deseo de viaje sobredeterminado (desde el costado de sus
ambiciones profesionales hasta en lo que hace a su posición en el mito
familiar, pasando por un antiguo deseo de viaje que ciertas inhibiciones
bloquearon en su adolescencia tardía), encara por fin integrar éste en el plano
de lo que Freud bien llamó acción específica y realizarlo en la realidad,
sacándolo de sus escenarios en la fantasía. Finalmente la suerte lo acompaña y
consigue un puesto de trabajo en un país europeo, aquel en el que de entrada su
deseo se orientaba. Tras el estupor inicial –incredulidad porque un deseo tan
postergado se demuestre tan posible– y de un breve regocijo, lo acomete una
fluctuación que pendula largamente desde el entusiasmo, la expectativa de aventura,
la curiosidad por lo desconocido hacia el susto, el miedo a fracasar
rotundamente, a no saber arreglárselas solo si su novia no puede acudir
enseguida al salvataje, cierto vago sentimiento de culpa por alejarse aún más
de su familia… Nada de esto alcanza la dimensión de la pérdida, es un conflicto
desatado por la concreción de un deseo previamente decretado como imposible por
la represión. Separarse es un esfuerzo, un trabajo, qué duda cabe, pero otro
que el de duelo; fundamentalmente es un trabajo del deseo, una categoría que
quizás no estaría de más inaugurar, junto a la de sueño y de duelo y a los
trabajos del analista. Toda separación implica un trabajo del deseo, cuya
realización nunca es simple y lineal por múltiples razones. Lo que moviliza es del
orden de lo que Aulagnier bautizó como proyecto anticipatorio, también tarea
desde el punto de vista del “ego historiador” al que ella se refiere, asignando
así un trabajo específico, otro más, a esta instancia psíquica. Hace también al
modo tan singular en que Winnicott acuña su propio e inconfundible concepto de
creación, pues el cumplimiento del deseo trae aparejado para el paciente nada
menos que crear entre otras cosas ese nuevo país que lo espera allá lejos, tan
hecho ya independientemente de él y tan a la espera de cómo él lo remodele y lo
singularice.
En cuanto a la pérdida, después de la
equívoca depresión psicótica que dice Winnicott –un nombre entendible por las
circunstancias clínicas que presidieron su gestación, pero desdichadamente
despistador por su costado significante; imposible arrancarle tal incidencia y
que se deje entender prescindiendo de la idea de “psicosis”, hay que poner otro
nombre al asunto– y del profundo ensayo de Jean Allouch (nos referimos por
supuesto a su excelente Erótica del duelo) ya no es posible mantenerse al nivel
del Freud de Duelo y melancolía y seguir hablando de “pérdida de objeto”, se la
contraste o no con la pérdida de self que estaba en cuestión en aquella poco
feliz denominación del psicoanalista inglés. En efecto, recordemos, el acierto
de Allouch es establecer que toda pérdida, toda verdadera pérdida, supone,
conlleva, una pérdida de sí –una licencia para un “lacaniano” que mereció el
asombro levemente desaprobatorio de Silvia Fendrik: ¿podía un “lacaniano” echar
mano al motivo del sí?–, y es ésto lo que el duelo encuentra como su ardua
tarea. Donde no hay nada de pérdida de sí no debería hablarse con propiedad
conceptual de pérdida. Por supuesto tal cosa no siempre salta a la vista, puede
ser causa de un trabajo, digamos diagnóstico, a fin de poder concluir si se
trata de separación o del complejo pérdida-duelo, si bien hay infinidad de
situaciones en que la diferencia ya viene clara y se nos viene encima en
realidad.
Cabe recordar, como ayuda aclaratoria, que la
idea clásica de una pura pérdida de objeto sin pérdida de materia subjetiva
propia implicada deriva del viejo motivo metafísico del círculo que ingresa sin
esfuerzo en el psicoanálisis desde que éste ve la luz. Freud no puede dejar de
imaginar un redondelito que sería el sujeto y otro que sería el objeto. Si este
modelo lo pasamos o lo traducimos a banda de Moebius –siguiendo el derrotero de
Lacan– se pone de relieve la imposibilidad –o más bien la indecibilidad–, de
oponer esos dos términos que no obstante continuamos oponiendo por mera inercia
del significante. En el modelo topológico y no tópico al que apela Lacan es
impracticable un corte que extraiga limpiamente “objeto” sin tocar ni lastimar
“sujeto”.
Esto no debería inducirnos a rápidamente presuponer
que lo dominante en un duelo tenga que corresponder a pasiones tristes: Un otro
que ha sido parte esencial de un medio atacante y destructivo al par que
entrelazado parasitariamente a nuestra vida, ciertamente generará un proceso de
difícil curso pero en el cual puedan asomar emociones ligadas al alivio, a la
liberación, a la esperanza, por poco que logremos deshacernos de lo de nosotros
que se hizo cómplice de aquel y nos acometió autodestructivamente.
De lo que se desprende otra posibilidad diagnóstica
–y pronóstica–: todo un criterio de reconocimiento de patología depresiva o de
tendencias depresivas más o menos en suspenso, donde es característico
absolutamente que la separación –casi hasta la de la cajita de fósforos– se
experimente y se interprete y se nombre como pérdida, caso nada raro. Nos viene
a la cabeza enseguida lo de aquellas madres que se vienen abajo cuando
transcurre la adolescencia y el paso a la adultez joven de sus hijos, no sin
dejar de influir en cómo estos hijos a su vez conceptualizan el proceso, caso
típico de aquellos que viven culposamente, como si hicieran daño, todo
separarse. No pocas dificultades e impasses en la vida de parejas adultas
tienen que ver con una asimilación y equiparación de este tipo. Separarse es matar,
es un acto agresivo malo.
Sólo que el analista no tendría por qué
sumarse a ello ni hacer suya tal teoría, que también es una teoría infantil, si
no sexual. Al contrario, es indispensable que él mantenga nítida la diferencia
y no tome una cosa por otra ni acepte sin más, naturalizándolo, que la
separación es una pérdida. Ni tampoco servirá que no se sorprenda por la falta
de alegría en un proceso de separación puesto en marcha por el deseo del que
ahora se tambalea en medio de ella.
Asimismo será de lo más instructivo estudiar
cómo en muchas familias se encuentra fuertemente instituido un mito que pone
toda separación propia de la vida en la cuenta de una pérdida irreparable y, no
contenta con ello, lo presenta como si sentirlo así fuera lo más natural del
mundo.
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